Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.
Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepoltura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
El famoso soneto del poeta conceptista Francisco de Quevedo nos recuerda el sentimiento pesimista predominante en el barroco, consecuencia de una sociedad desengañada e incrédula.
Con su habilidad y experimentación en la lengua, Quevedo emerge entre las ruinas del tiempo y del espacio para transmitirnos la fugacidad de la vida y el rápido paso de los días.
Cuatro siglos más tarde, y con la mirada puesta en la "caput mundi", Roma, durante muchos años capital del mundo occidental por sus conquistas militares, se convierte en centro de atención y admiración para la humanidad.
Transformemos la complejidad conceptual de Quevedo, su pesimista concepción de la vida y de la Ciudad Eterna, por la experiencia sencilla y asequible a muchos de Stendhal: " es necesario perderse, vagabundear por sus calles para conocerla, para amar sus virtudes, sus defectos y sus vicios".
Y cuando todo haya pasado, el peregrino no le dirá adiós sino "arrivederci, Roma".